miércoles, 30 de junio de 2010

Insomnio (IV)




¿Cómo llegué a no reconocer mi propio rostro?

¿Qué fantasmas soy incapaz de enfrentar en mis sueños?

¿Toda relación humana es por definición compleja?

¿Qué espero de los demás? ¿Y de mí misma?

¿Qué estarían esperando los demás de mí?

¿Alguna vez sería suficiente?

Con estas preguntas Matilda llegó a la mitad de su cuaderno en menos de dos días más sin dormir.

Al tercer día y habiendo pasado ya dos sin maquillaje, volvió a caer en un sueño profundo y esta vez por seis horas corridas, mientras intentaba responder, al menos, a las primeras dos preguntas que se había hecho por escrito.

Cuando se despertó era tan tarde para llegar a la oficina que envió un mail desde su celular avisando que una fuerte anginas le impedía salir de su casa.

Preparó un baño de inmersión caliente con sales relajantes, encendió su computadora y puso bajito a Bob Dylan.

Mientras cantaba con voz casi imperceptible forever young… la invadió otra vez aquella sensación que se había jurado no volver a sentir. Su deseo la llevó a levantarse de la bañera, envolverse en su salida de baño color púrpura, tomar del vanitory su teléfono y llamar a Agustín.

Al fin y al cabo, él la había invitado a llamarlo cuando sintiera ganas de volver a creer en alguien, aunque sea una vez más en su vida.


martes, 29 de junio de 2010

lunes, 28 de junio de 2010

Hijos ateos



Pasamos frente a una catedral muy pintoresca con el auto, mientras que en el asiento de atrás se producía el siguiente diálogo:


Paz _ Ay miá Manu! Un castisho de pinceeesaaaas!

Manu _ No Paz, no es un castillo de princesas!

Paz _ ¿Y qué es, Manu?

Manu _ Es... una municipalidad... o algo así!

Lo que demuestra, a las claras, que estos niños están siendo criados ateos. Lo que me lleva a considerar, en breve, qué responderles frente preguntas tales como ¿A dónde nos vamos cuando nos morimos? ¿Yo antes no existía? ¿Y dónde estaba? ¿Y qué pasa con los cuerpos de la gente que se muere? ¿Se van al cielo?

Ay! Ximenita... ¿me dedicás un ejemplar de Cómo criar hijos ateos...?

viernes, 25 de junio de 2010

Insomnio (III)




En el mismo momento en el que vio sus labios color carmín contrastando con la blancura de su piel y con la oscuridad de su pelo, le arrojó una mirada dulce y le dijo: _ Soy Agustín, mujer de paso ágil.

Matilda no lograba recuperarse del impacto que le había producido el incidente de su bandolera negra de cuero, y aunque un poco de adrenalina no le venía nada mal, tardó algunos segundos más de lo normal en registrar a Agustín. Como si supiera de las largas noches de insomnio que la joven de paso ágil llevaba irresueltas, la tomó del brazo hasta acercarla a la salida del andén del subte.

_ Debido a tu cara de espanto juraría que llevás en tu cartera un millón de dólares_ le dijo con voz pausada y suave_ o el manuscrito de la última novela de Alan Pauls.

Aunque no tuviera métodos racionales para probarlo, Matilda estaba segura de que la vida era una continuidad de sucesos significativos y a juzgar por las causalidades que se le presentaban como evidencias, Agustín alguna razón importante tenía que tener para aparecer así en su vida, ignorando que solo por falta de tiempo esta mujer de paso ágil no se había comprado aún Historia del pelo.

Mirándolo a los ojos con mirada inquieta y sorprendida, Matilda le respondió que ni un millón de dólares ni un manuscrito de Pauls era lo que llevaba en su cartera, sino un cuaderno a lunares rosa en el que contaba pormenorizadamente las disquisiciones sobre su propia vida.

En las primeras páginas de su cuaderno a lunares rosa Matilda había logrado esbozar más teorías sobre la complejidad de las relaciones humanas que las que existían sobre la conspiración colonizadora de algunas potencias mundiales.

Muchas de las largas horas sin dormir también las dedicaba a escribir, dividiendo sin método ese tiempo entre balbucear algunos quejidos existenciales y novelar alguna historia de vida que hubiera capturado en su memoria en los últimos días, sin dejarse de sentir por eso algo vil. Utilizar historias de vidas ajenas para saciar su deseo de jugar con las letras le producía el mismo y contradictorio placer que sacarle fotos en la calle a la gente sin que se dieran cuenta. Era como una vendedora de espejitos de colores, sumada a una captadora de pedazos de almas.

Así y todo era lo que más disfrutaba hacer en la vida, y convengamos que con eso difícilmente le hiciera daño a alguien. O eso creía.

jueves, 24 de junio de 2010

miércoles, 23 de junio de 2010

Insomnio (II)



¿Una madre jamás se resigna a la tristeza de su hija?

Si algo se prometía Matilda a sí misma era nunca impedir la tristeza de sus hijos, si es que lograba tenerlos alguna vez. Era tan inmensa su desilusión sobre las relaciones amorosas, que tener hijos le parecía más fantasioso que la saga de Harry Potter.

Su madre no dejaba de llamarla cada mañana desde que se fue de la casa de la infancia, cuatro años atrás. No se lo impedía ni la ausencia de su hija: si no la encontraba le dejaba un mensaje en el contestador, y a la media hora otro, por si acaso la falta de respuesta se debía a que Matilda estaba tomando una ducha.

Cuando Matilda decidía atender debía responder categóricamente cada pregunta de su madre, aunque sea con los usuales Ajá”.

Había intentado por todos los medios posibles que su madre abandonara esta costumbre, pero cedió ante la noticia de que todas las mujeres madres de su familia hacían lo propio con su descendencia. Válgame Dios! (si es que existe), pensó Matilda la última vez que escuchó a su mamá. Si hubiera sabido que era la última le habría dedicado al menos un poco de atención sin responder automáticamente con monosílabos cada pregunta. Estaba tan acostumbrada a escucharla cada mañana que hasta sabía en qué preciso momento responderle “si”, “no”, “ajá”, o “besos má”, sin que su madre se diera cuenta de que en ningún momento le había realmente prestado atención.

Las cuatro primeras horas que había logrado dormir en seis días le permitió abandonar el maquillaje por los dos siguientes. Era increíble el efecto que producía en la piel el descanso.

Tomó su desayuno, limpió la letrina de su gato y le proveyó comida y agua frescas. Ocuparse de Oliver le daba la sensación de estar sintiéndose realmente mejor. Lo mimó un rato largo sobre su regazo en el sillón y se fue a trabajar.

La calle estaba helada. Atrás habían quedado las mañanas frescas de otoño disimuladas luego por una cálida tarde. Ahora el invierno evidenciaba su existencia; guantes y bufandas salían de paseo aliados a sus dueños.

Tomó el subte, saludó a la gente de siempre y se sentó a escuchar a Lu Reed en su I Pod.

Llevaba un saco azul francia de pana entallado en la cintura, jeans ajustados y botas negras hasta debajo de las rodillas. Polera blanca de lana debajo del saco, y las infaltables medias de lana de llama, traídas de regalo de Jujuy por la mujer de su padre.

Cansada de llevar el pelo recogido con un rodete, Matilda había decidido semanas atrás cortárselo cortito (como un varón, diría su madre), y dejarse su flequillo de costado. Estaba convencida de que las casualidades no existen, de modo que cada mañana que veía en el espejo aquello que en teoría era su rostro, agradecía haber tomado la decisión de cortarse el cabello, de modo de no tener más de qué ocuparse.

Se bajó del subte entre empujones y codazos y casi se muere del susto cuando sintió que las puertas habían dejado su cartera del otro lado. Un pasajero atento y ágil logró devolvérsela, y cuando Matilda se dio la vuelta se chocó de frente a quien minutos más tarde se presentaría como Agustín.

sábado, 19 de junio de 2010

Insomnio (I)




INSOMNIO

En el algodón quedaron vestigios de su rubor rosado. Se miró en el espejo y no reconoció su cara. Tenía los ojos nublados por el vapor y rodeados de círculos negros que evidenciaban las largas noches que llevaba sin dormir. Seis. Hacía al menos seis noches que no conciliaba el sueño. No estaba segura, en realidad, de los días o de las horas, pero podía sin embargo asegurar que llevaba mucho tiempo sin reconocerse.

No sabía ni con qué fuerza lograba maquillarse cada mañana para salir a trabajar. Los resultados del make up le daban el empujón que necesitaba para animarse a salir al mundo exterior; a ese sórdido y amenazante afuera que despiadada e impiadosamente le exigía dar siempre todo de sí. ¿Para quién? Esa era, precisamente, la pregunta que le impedía dormir.

Después de varios días de insomnio la piel no lograba respirar y el maquillaje se veía cada vez más grueso, artificial, hasta dejar de ser su aliado para convertirse en el modo más grotesco de evidenciar su cansancio. Sus compañeros de oficina ya no le preguntaban cuánto tiempo llevaba sin pegar un ojo, temerosos de escuchar una respuesta tan real como increíble.

Ni siquiera el viaje en subte le cantaba el arrorró. Atrás habían quedado aquellas épocas que contaba su madre, en las que un simple paseo en coche la hacía caer, irremediablemente, en los brazos de Morfeo. Pensar que en aquellos años hacía lo imposible por mantenerse despierta, pensó, y hoy se le hacía imposible precisamente lo opuesto. La vida es una verdadera paradoja.

Por aquellos años de infancia su madre llegó a consultar a supuestos especialistas para intentar lograr que su hija no se resistiera al sueño apacible que la invadía cada noche. Hoy Matilda fantaseaba con consultar a especialistas que le recordaran cómo era sentir el placer de los instantes previos a desconectarse del mundo.

Su departamento sufría el caos de su propia existencia. La ropa quedaba tirada por lugares insólitos y ya no se distinguía lo sucio de lo limpio.

Oliver, su gato, paseaba con paso lento y apesadumbrado a lo largo del piso de plena Avenida Cabildo, y daba algún que otro salto sobre la caja en la que Matilda guardaba sus bolsas de comida. Había aprendido a procurarse su alimento durante las largas noches de ausencia de su dueña, en épocas de pleno romance con Julián. Matilda había llegado a sentir alivio de no tener que darle ni de comer a su mascota.

La blancura de Oliver estaba de remate; eso era lo único que a Matilda le daba realmente pena. Si de algo se enorgullecía era del pelaje espléndido y brillante de su compañero más leal.

Cada mañana antes de salir a trabajar desayunaba un tazón de leche con cereales: fría en verano, tibia en invierno. Eso era lo único que afortunadamente no olvidaba, y se lo debía a Pedrito, el almacén de la salida de la línea D del subte. Le quedaba tan de paso como el quiosco en el que encontraba, oculto tras un supuesto stand de diarios y revistas, el último estreno de la cartelera del cine. Después de todo alguna ventaja tenía que tener el sueño impedido. A la última de Polanski le debía sus escasas pero reconfortantes cuatro horas de sueño logradas en la última semana. Cuando despertó volvió a creer en los milagros, hasta que sonó el teléfono y la voz de su madre le recordó la complejidad del mundo.


sábado, 12 de junio de 2010

Reflexión



La vida es una continuidad de sucesos significativos.


La obra es de Tomasello.

lunes, 7 de junio de 2010

El beso



La sencillez de su expresión no le impidió sentir el deseo ni percibir la ternura que le profesaba.

Amorosamente le dijo: _ Me muero de ganas de darte un beso.