viernes, 9 de julio de 2010

Insomnio (V)




Llevaba varios días sin llamarla por teléfono, y si bien era cierto que se había excusado anticipadamente, Matilda no le creyó a su madre ser capaz de contener la ansiedad de discar el número del “departamentito” de su hija. No había derecho a que se refiriera a ella y a sus cosas con diminutivos, pero sin embargo, lo hacía a menudo.

Aquel viaje a Córdoba que la ausentaría por diez días había sido muy esperado por ambas, aunque por diferentes razones.

No hubo muchas explicaciones sobre los motivos del viaje, o en verdad tal vez Matilda no se ocupó de escucharlos. Como fuese, comenzaba a sentir esa rara mezcla de alivio e incredulidad sobre las razones por las cuales no sonaba el teléfono cada mañana.

La explicación del retiro espiritual era una buena excusa para evadirse de la realidad cotidiana, a no ser por el detalle de que su madre ironizaba siempre al respecto con la frase célebre del Negro Fontanarrosa, “No creo ni en la penicilina”.

Como si su cerebro operara con Windows, en el mismo instante en el que se extrañaba por la ausencia de sus llamados, se le abrió otra ventana con los recuerdos de la visita de su madre a su departamento, quince días atrás.

A las ocho en punto de la mañana había tocado el timbre de la puerta del departamento, luego de lograr escabullirse en el hall de entrada del edificio entre los niños y sus mochilas, que alborotaban cotidianamente al longevo encargado.

Matilda abrió la puerta esbozando un enorme bostezo, sorprendida de la avalancha de preguntas y quejas que acompañaban cada paso de su madre y de la señora que la acompañaba.

Mientras avanzaban hacia el lavadero hablaban entre ellas como si Matilda no existiera: _ ¿Te parece, Silvita, la mugre en la que vive esta chica? _ ¿Por dónde empiezo a trabajar, señora? _ Mujer, empezá por donde quieras, como si estuvieras en tu casa. _ Ay, si mi madre viera este desorden!

Tan evidente era que no había manera de sacarlas a patadas a la calle, que Matilda optó por meterse en la ducha mientras Oliver lloraba en la puerta del baño, como reclamándole que lo rescate de semejante invasión.

En menos de 3 horas habían dejado el departamento como nuevo (_ Como le gustaba a tu abuela_ tuvo que escuchar Matilda a título de reclamo), inaugurando con esa visita haber atravesado el umbral de la puerta de entrada.

Si bien no entendía por qué razón su madre no solía visitarla, ni por qué cuando lo hacía se limitaba a llevarle algo de comida hasta la puerta sin asomar siquiera la nariz al interior del departamento, mucho menos comprendía ahora el motivo por el cual había logrado atravesar todo el piso sin siquiera decirle buen día.


En los instantes previos a escuchar la voz del otro lado del teléfono, Matilda se debatía entre cortar o juntar coraje y tranquilidad para saber qué decirle a Agustín cuando atendiera. Le sudaban las manos y el corazón le galopaba en el pecho.

No pudo más que decirle: _ Soy Matilda _ a lo que Agustín le respondió: _ A las tres, en Independencia y Balcarce.

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