domingo, 12 de septiembre de 2010

Insomnio (VIII)



***

La tarde cayó apacible mientras Matilda y Agustín no paraban de charlar. Se dieron información para empezar a conocerse, compartieron algunas nostalgias, se contaron anécdotas, esbozaron en voz alta algunos de sus deseos y se confesaron un par de sueños.
Cuando la plaza Defensa fue dejada atrás por los visitantes y comenzaban a desmantelar los puestos sus artistas, pidieron la cuenta que pagó Agustin y de un salto ágil salieron por la ventana baja del salón; en la puerta se atiborraba gente que se apuraba a salir antes de que el diluvio se hiciera realidad.
Era de esperarse en otoño tanta dicotomía climática. Bueno, era de esperarse en la vida...
Agustín se sacó la campera, envolvió con ella a Matilda y abrazados corrieron atravesando la plaza, bajo el incipiente chaparrón. Se refugiaron bajo el techo de una cervecería y sintiendo los pies mojados Matilda se sorprendió bajo el efecto embriagador de los labios de Agustin. Fue un beso robado, tan intenso y tan insolente, que mezclado con la dulzura y las pausas con miradas a los ojos se convirtió en memorable.
Matilda no se olvidó en toda su vida de ese beso expoliado y exquisito. Agustín no se olvidó mientras habitó este mundo el olor de su pelo y la frescura del perfume en su cuello.
Sin decir una palabra Agustin paró un taxi y pidió que los llevara a Santa Fe al 2600. Matilda no contuvo la premura de su asombro y le pidió que la acompañara primero a su casa, donde prefería terminar el día. El taxista sin esperar la orden disminuyó la marcha mirando a los ojos a la chica por el espejo retrovisor, en un gesto cómplice.
Agustín le dio la mano para bajar del taxi, la ayudó a saltar a la vereda esquivando el agua, le dio un beso ruidoso en la mejilla y le dijo _Dulces sueños bonita, te veo en unos días.
Durante toda la noche Matilda se debatió entre creerse una mujer precavida o una cobarde que no se animaba a seguir su instinto, su intuición, y su deseo.


***

Los días siguientes transcurrieron como era costumbre: oficina desde la mañana, algún almuerzo en el parque frente al trabajo, café por la tarde y regreso al hogar para terminar la jornada viendo alguna película comprada en el kiosco de Avenida Cabildo, fiel aliado de sus noches de insomnio. Algunos títulos habían logrado volver a juntar después de que lo "reventaran" la semana anterior.
Matilda lograba sacarle provecho a la experiencia vital de estar enamorándose, de modo tal que la rutina no la acechaba mostrándole con qué perversa facilidad podía hacerla caer en el tedio. El único efecto negativo que no logró exorcizar fue el de ansiedad frente al teléfono que no sonaba.
Mientras esperaba que su celular tocara su ring tone advirtió que tampoco hacía lo propio el de línea desde hacia días. Su madre, en apariencia, había encontrado en ese viaje algo interesante que hacer.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Ver llover torrencialmente en la noche desde la impunidad que da un bar de San Telmo, queriendo congelar cada gota como para que no termine nunca, para luego arriesgarse a atravesar la plaza sintiendo cada gota fría sobre la piel caliente, es algo difícil de borrar de la memoria y que sólo se puede captar bajo la lente del amor...

Noesperesnada dijo...

Hay esperas que desesperan...

Maisa dijo...

Por eso, Alberto, será mejor no esperar nada?
Te mando un abrazo; gracias por pasar por aquí!
:)

Paloma dijo...

no me gustan los "si hubiera...", prefiero "la proxima vez lo hare mejor".

antes q no esperar nada, te diria q esperes a "la proxima vez"

saludos

paloma

Maisa dijo...

Lindo concepto, Paloma.
Qué lindo que pases por aquí!
Besos!