
Paula fue una hermosa novia, radiante, espléndida, llena de júbilo y de alegría, emotiva.
Emocionada saludó a todos sus invitados. Se esforzó por hacernos saber a cada uno cuánto valoraba nuestra presencia. Pero en un momento la escuché llorar y me dí vuelta inmediatamente, como una mamá cuando se da cuenta de que su niñito llora distinto. Y ahí estaba, abrazada a una mujer más bajita que ella y algo regordeta que la abrazaba toda, y la besaba, y le hablaba al oído. Y el llanto de mi amiga era desde el alma, desde lo más profundo de su sentir.
Cuando pude le pregunté quién era aquella mujer. Me miró a los ojos y me dijo: _ Mai, era mi psicóloga...
Otra vez esos silencios cómplices de amigas. Sabía exactamente lo que significaba para ella. Y recordé haber vivido la misma experiencia casi 7 años atrás, cuando la que se casó fui yo (y Paula era mi dama de honor)
_ Qué te dijo?_ le pregunté. Me reveló que (seguramente entre muchas otras verdades) le dijo: _ Es hora de que usted asuma su belleza.
Las amigas de Paula sabemos cuánto logró crecer. Los hechizos que deshizo. El esfuerzo que implicó ese proceso.
Cuando me casé también me fue a ver mi psicóloga. Mi mamá me contó que lloró emocionada toda la ceremonia. Cuando la vi, al pasar, me tomó fuerte de la mano sin dejar de llorar ni un instante. Y cuando me encontró en el atrio me abrazó fuerte y no dejaba de repetir: _ Te lo merecés tanto, te lo merecés tanto...
Esas presencias significativas e íntimas dan la sensación de un camino recorrido, de un esfuerzo que valió la pena hacer. Y más allá del logro personal está el agradecimiento sentido y hondo para esas personas que con su trabajo y su cariño nos ayudaron a lograrlo.