
Sábado al atardecer; tiempo fresco. Primera visita a mi amiga Ana y su recién nacida hija, Ema.
Expectativa, emoción, felicidad de verla ser madre de nuevo, de conocer a su nuevo retoño y de compartir lo que fuera posible con ella en tan íntima situación.
Mujer íntegra, madre amorosa, amiga entrañable. Conectamos inmediatamente desde la primera vez que nos vimos, y nunca (pero nunca) tuve la sensación de tener que cuidarme de ella. Me brindé sin ataduras, sin defensas, y el resultado es una amistad comprometida, respetuosa de los tiempos de cada una, llevada adelante bajo el lema de ir de frente, de sostenernos mutuamente, de saber que siempre estamos ahí.
Su casa era un nido, de luz baja y silencio acogedor. Su bebita hermosa, de presencia fuerte pero frágil, como todos los cachorros humanos.
Charlamos de esto y de aquello, de sus sensaciones en el parto, de lo que implica parir y seguir la vida ahora modificada y corrida de lugar. Su cansancio era dedicado; su falta de sueño una consecuencia natural de la circunstancia. Así lo siente ella. Y así está bueno que sea. Sin horarios, sin exigencias más que cuidar a sus hijas, renovando criterios, dejando viejos miedos detrás, transcurriendo los nuevos sin tantos fantasmas.
Decíamos que el segundo hijo relaja, invita a la reflexión, a la intuición, a entregarse, a dejarse llevar, a no resistirse.
Tres mujeres contándose sus experiencias, enriqueciéndose mutuamente, concluyendo de acuerdo a sus vivencias, sus frustraciones y sus logros. Empatía, camaradería, sostén.
Entrar a esa casa fue entrar al tiempo sin tiempo, como al puerperio mismo.
El dibujo, Nellita.