miércoles, 23 de junio de 2010

Insomnio (II)



¿Una madre jamás se resigna a la tristeza de su hija?

Si algo se prometía Matilda a sí misma era nunca impedir la tristeza de sus hijos, si es que lograba tenerlos alguna vez. Era tan inmensa su desilusión sobre las relaciones amorosas, que tener hijos le parecía más fantasioso que la saga de Harry Potter.

Su madre no dejaba de llamarla cada mañana desde que se fue de la casa de la infancia, cuatro años atrás. No se lo impedía ni la ausencia de su hija: si no la encontraba le dejaba un mensaje en el contestador, y a la media hora otro, por si acaso la falta de respuesta se debía a que Matilda estaba tomando una ducha.

Cuando Matilda decidía atender debía responder categóricamente cada pregunta de su madre, aunque sea con los usuales Ajá”.

Había intentado por todos los medios posibles que su madre abandonara esta costumbre, pero cedió ante la noticia de que todas las mujeres madres de su familia hacían lo propio con su descendencia. Válgame Dios! (si es que existe), pensó Matilda la última vez que escuchó a su mamá. Si hubiera sabido que era la última le habría dedicado al menos un poco de atención sin responder automáticamente con monosílabos cada pregunta. Estaba tan acostumbrada a escucharla cada mañana que hasta sabía en qué preciso momento responderle “si”, “no”, “ajá”, o “besos má”, sin que su madre se diera cuenta de que en ningún momento le había realmente prestado atención.

Las cuatro primeras horas que había logrado dormir en seis días le permitió abandonar el maquillaje por los dos siguientes. Era increíble el efecto que producía en la piel el descanso.

Tomó su desayuno, limpió la letrina de su gato y le proveyó comida y agua frescas. Ocuparse de Oliver le daba la sensación de estar sintiéndose realmente mejor. Lo mimó un rato largo sobre su regazo en el sillón y se fue a trabajar.

La calle estaba helada. Atrás habían quedado las mañanas frescas de otoño disimuladas luego por una cálida tarde. Ahora el invierno evidenciaba su existencia; guantes y bufandas salían de paseo aliados a sus dueños.

Tomó el subte, saludó a la gente de siempre y se sentó a escuchar a Lu Reed en su I Pod.

Llevaba un saco azul francia de pana entallado en la cintura, jeans ajustados y botas negras hasta debajo de las rodillas. Polera blanca de lana debajo del saco, y las infaltables medias de lana de llama, traídas de regalo de Jujuy por la mujer de su padre.

Cansada de llevar el pelo recogido con un rodete, Matilda había decidido semanas atrás cortárselo cortito (como un varón, diría su madre), y dejarse su flequillo de costado. Estaba convencida de que las casualidades no existen, de modo que cada mañana que veía en el espejo aquello que en teoría era su rostro, agradecía haber tomado la decisión de cortarse el cabello, de modo de no tener más de qué ocuparse.

Se bajó del subte entre empujones y codazos y casi se muere del susto cuando sintió que las puertas habían dejado su cartera del otro lado. Un pasajero atento y ágil logró devolvérsela, y cuando Matilda se dio la vuelta se chocó de frente a quien minutos más tarde se presentaría como Agustín.

2 comentarios:

Jime dijo...

ya quisiera yo tener el valor de cortarme el pelo así

y entonces?...

Maisa dijo...

... Y entonces... a usted le quedaría tan lindo como a Matilda, mi Reina.