sábado, 19 de junio de 2010

Insomnio (I)




INSOMNIO

En el algodón quedaron vestigios de su rubor rosado. Se miró en el espejo y no reconoció su cara. Tenía los ojos nublados por el vapor y rodeados de círculos negros que evidenciaban las largas noches que llevaba sin dormir. Seis. Hacía al menos seis noches que no conciliaba el sueño. No estaba segura, en realidad, de los días o de las horas, pero podía sin embargo asegurar que llevaba mucho tiempo sin reconocerse.

No sabía ni con qué fuerza lograba maquillarse cada mañana para salir a trabajar. Los resultados del make up le daban el empujón que necesitaba para animarse a salir al mundo exterior; a ese sórdido y amenazante afuera que despiadada e impiadosamente le exigía dar siempre todo de sí. ¿Para quién? Esa era, precisamente, la pregunta que le impedía dormir.

Después de varios días de insomnio la piel no lograba respirar y el maquillaje se veía cada vez más grueso, artificial, hasta dejar de ser su aliado para convertirse en el modo más grotesco de evidenciar su cansancio. Sus compañeros de oficina ya no le preguntaban cuánto tiempo llevaba sin pegar un ojo, temerosos de escuchar una respuesta tan real como increíble.

Ni siquiera el viaje en subte le cantaba el arrorró. Atrás habían quedado aquellas épocas que contaba su madre, en las que un simple paseo en coche la hacía caer, irremediablemente, en los brazos de Morfeo. Pensar que en aquellos años hacía lo imposible por mantenerse despierta, pensó, y hoy se le hacía imposible precisamente lo opuesto. La vida es una verdadera paradoja.

Por aquellos años de infancia su madre llegó a consultar a supuestos especialistas para intentar lograr que su hija no se resistiera al sueño apacible que la invadía cada noche. Hoy Matilda fantaseaba con consultar a especialistas que le recordaran cómo era sentir el placer de los instantes previos a desconectarse del mundo.

Su departamento sufría el caos de su propia existencia. La ropa quedaba tirada por lugares insólitos y ya no se distinguía lo sucio de lo limpio.

Oliver, su gato, paseaba con paso lento y apesadumbrado a lo largo del piso de plena Avenida Cabildo, y daba algún que otro salto sobre la caja en la que Matilda guardaba sus bolsas de comida. Había aprendido a procurarse su alimento durante las largas noches de ausencia de su dueña, en épocas de pleno romance con Julián. Matilda había llegado a sentir alivio de no tener que darle ni de comer a su mascota.

La blancura de Oliver estaba de remate; eso era lo único que a Matilda le daba realmente pena. Si de algo se enorgullecía era del pelaje espléndido y brillante de su compañero más leal.

Cada mañana antes de salir a trabajar desayunaba un tazón de leche con cereales: fría en verano, tibia en invierno. Eso era lo único que afortunadamente no olvidaba, y se lo debía a Pedrito, el almacén de la salida de la línea D del subte. Le quedaba tan de paso como el quiosco en el que encontraba, oculto tras un supuesto stand de diarios y revistas, el último estreno de la cartelera del cine. Después de todo alguna ventaja tenía que tener el sueño impedido. A la última de Polanski le debía sus escasas pero reconfortantes cuatro horas de sueño logradas en la última semana. Cuando despertó volvió a creer en los milagros, hasta que sonó el teléfono y la voz de su madre le recordó la complejidad del mundo.


5 comentarios:

Anita dijo...

Me caí de la cama y leí este cuento. Ta muy lindo, me hizo acordar mucho a "Ocio" leelo que es cortito y describe muy bien el estado de un pibe depresivo. Besos querida.

Anónimo dijo...

Como siempre, un placer leer tus cuentos, un Maisa original.
Capitan del Espacio.

Daniel Os dijo...

Me gusta el estilo fluído, de lectura ágil pero con trasfondo… un equilibrio poco usual.
Ojalá siga leyéndote ficción.
Un beso,
D.

Marijo dijo...

Arden los cuadernitos Mai!!! y salieron cosas lindas ehh!! Me encantó! Besos y to be continued!!!!

Maisa dijo...

El gusto es enteramente mío por atreverme a una aventura con las palabras, y que gente linda, la disfrute.

Gracias!!!

:)